A Enrique Bolívar lo conocí desde que mi mamá me obligaba a ir la a misa de Los Caracoles.
Como cualquier niño, se me dificultaba concentrarme en lo que decía el cura. Mi mirada estaba pendiente en la gente, iba aprendiendo el momento en que había que arrodillarse, ponerse de pie, persignarse y demás. Pero sin duda lo que más curiosidad me causaba era el tipo que no se le despegaba al padre.
Corría de un lado a otro, pendiente al micrófono, acomodaba la Biblia con precisión. Nunca olvidaba agachar su cabeza al quedar de frente con la imagen de Cristo en la cruz.
El Nene, así lo llamaban. Lo conocí así, entregado a servir en la casa del Señor.
Más tarde mi hermano Fabián me lo presentó y desde ese día me di cuenta de que ese sobrenombre le quedaba al pelo. El Nene irradiaba alegría y un pequeño toque de inmadurez que era fácil de perdonar. Es más, creo que las únicas veces que no lo veía sonreír era en misa, porque le tocaba.
Lo vi caminando un día por La Troncal y aproveché para invitarlo a la terraza del apartamento a tomarnos unas cervezas.
Conocí de su travesía en un taxi por salvar a su hija cuando le faltaba la respiración, de sus ganas de ver a su hijo triunfar en el béisbol. También me contó de los terribles días que pasó en un lugar oscuro del que afortunadamente pudo salir. El Nene es sinónimo de fortaleza, ni la despedida de su madre apagó su alegría.
El día que nació el Niño Jesús, le dimos el último adiós al Nene. El padre Duván, quien siempre estuvo a su derecha, despidió a este muchacho en una solemne ceremonia en la que por algún momento me desconcentré como en aquella época, y me lo imaginé abriendo la Biblia para que sus hijos escucharan el mensaje de fortaleza, esa que nunca murió en el Nene.
Gracias por tanto, Enrique.
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